El yodo es un elemento esencial para la supervivencia de los seres vivos y la manifestación clínica de su escasez, el bocio, es la enfermedad carencial más antigua que se conoce.
El yodo forma parte de las hormonas tiroideas, de hecho, su única función en el organismo es la de darle funcionalidad a las mismas; por lo tanto, la deficiencia de yodo es una carencia de hormonas tiroideas. Esta entidad ha sido demostrada en todos los continentes, demarcando áreas bociógenas de carencia extrema y lo que es grave, áreas aún más extensas de carencias subclínicas que limitan la producción ganadera.
Los niveles de yodo en los forrajes son variables, dependiendo del aporte del suelo, pero especialmente de la especie vegetal. El avance del estado fenológico reduce la concentración de yodo, especialmente en gramíneas. En igual sentido la lejanía con el mar, que transfiere yodo y lo deposita con las lluvias, reduce las concentraciones en suelos alejados del mismo o con bajo régimen pluvial (Suttle, 2010).
Los granos suelen ser fuentes escasas de yodo, con concentraciones menores a 0,3 ppm (MS). |
En negro zonas carentes de iodo
Absorción, depósito y eliminación
El yodo es absorbido de manera eficaz a nivel intestinal. La mayor parte del yodo ingresa a la glándula tiroidea y una pequeña fracción puede acumularse en músculo e hígado (Suttle, 2010). La principal vía de eliminación del yodo es la orina, aunque las pérdidas por leche pueden ser significativas, ya que se asocian al aporte dietario (Borucki Castro et al, 2011).
Las células tiroideas sintetizan una proteína, llamada tiroglobulina, que actúa como nodriza, captando yodo en el coloide para la síntesis secuencial de monoyodotirosina (MYT), diyodotirosina (DYT), triyodotirosina (T3) y tetrayodotirosina o tiroxina (T4).
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